Están en pie, erguidos frente a las ruinas humeantes. De vez en cuando se escucha algún crujido y el crepitar del rojo incandescente. Apenas se distingue el esqueleto, retorcido y consumido, casi imposible de imaginar con paredes y tejado. Pero ellos lo tienen bien presente, tan presente como lo hace quien está ante los restos de su hogar.
La madre se giró un momento y con el rostro desafiante se dirigió a sus hijos a fin de desclavarles los ojos del suelo.
—¡Escuchadme! Nuestra familia luchó hace mucho por separarse de otros en el este, y en medio de esa vorágine perdió la casa. Años después, vuestro abuelo peleó por unirse y en la contienda arrasaron todo cuanto tenía. Vuestro padre peleó por echar a quienes estaban antes en estas tierras y no solo perdimos nuestro hogar, sino que también lo perdimos a él…
Tres rostros alzaron la vista, hasta mantener la mirada encendida de su madre.
—Pero en ninguno de esos casos se cedió. Nunca nos dimos por vencidos. Y volvimos a construir lo que cayó, aún más fuerte. Eso que tenéis delante vuestro ya no es vuestra casa, no es vuestro hogar; eso es tan solo un amasijo de rescoldos y carbón. Las paredes han desaparecido, se las llevó el humo. Ahora, nuestra casa está en vuestra memoria y, sobretodo, en vuestras manos. Podemos volver a construirla, haciéndola más fuerte si cabe, más adecuada a nuestras necesidades.
Se veían los primeros asentimientos más bien tímidos, tras abandonar la sorpresa causada por el porte y la determinación de aquella mujer.
—Esta vez es diferente, aunque haya que reemplazarlo todo, aunque haya que seguir adelante con lo poco que tengamos. Esta es la primera vez que nos destroza la casa un rayo y ¿sabéis qué? Que estoy feliz porque, pese a todo, esta vez el capricho humano no ha sido el responsable.