Ocurría siempre al terminar la jornada; justo cuando los pies pedían libertad, cuando se podía parar y valía la pena sacudirse el polvo.
Entonces todos echaban una última carrera, aullando mientras galopaban, pensando ya en llegar cuanto antes al rancho y llenar el estómago.
Era entonces, en ese preciso instante, cuando, a lomos de su caballo, se detenía un poco más; mirando hacia los últimos rayos de sol que bañaban el espacio existente entre las dos montañas que flanqueaban el camino.
Era un momento especial, diferente, como fuera de tiempo. Sabía que por unos minutos más nada cambiaba y, sin embargo, con los aullidos alejándose, todo se detenía y una sensación de libertad y descanso lo envolvía.
Allí, como el agradable discurrir de un puñado de arena entre los dedos, caían la rabia, el empuje, y esfuerzo; así como los nervios y músculos tensados durante el día.
Entonces, cuando la luz desaparecía en el horizonte, estaba listo para regresar.