Dio dos golpes más, ya sin fuerzas, de pura rabia y con un crujido el mango se partió en dos. Echó los restos a un lado: dos picos rotos, un cedazo medio suelto y el alma sedienta de tanto esperar.
Maldijo el día que llegó a aquel lugar: los primeros hallazgos, el brillo dorado que iluminó la valentía y el salto de fe que suponía hacerse con la concesion. “Demasiada altitud” decían algunos, “Una apuesta perdida” profetizaban, “muy caro” decían otros mientras agarraban el pago necesario por si acaso este se echaba atrás… Pero aún así siguió adelante, puso todo cuanto tenía sobre la mesa para llevarse la concesión. Y con ella llegaron los primeros guiños de oro, la primera veta y, después: capazos de tierra, roca y sudor.
Siguio adelante y picó hondo hasta que no sacó nada. Y, aún entonces, continuó; rascando, golpeando metal sobre roca, esperando el momento en que regresara el brillo dorado. Poco a poco el mundo fue abandonándole: primero las herramientas, después las fuerzas y tras estas las ganas; fue entonces, cuando todo estaba perdido, cuando, agotada, la lámpara emitió por última vez su luz.
Entonces abandonó la oscuridad absoluta de la cueva y salió a fuera. Desde arriba de la colina la luna iluminaba el paisaje: el discurrir sereno de un río entre arbustos y montes, con la muralla oscura de las montañas en el horizonte. Por un momento apartó todo cuanto le preocupaba y se sentó, dejando los pies colgando, y notó la brisa noctura refrescando su cara. Fue allí, en ese parón entre el tiempo y el espacio, donde una certeza arraigó en su mente: pasara lo que pasara, se quedaría allí; porque aunque el mundo parecía haberle abandonado, mañana sería otro día.