Crujido leñoso, albura clara y ese olor característico. Nadie podía hacerse a la idea de lo que suponía, hasta que sentía la ausencia del crepitar de un buen fuego.
No es que el carbón de la pradera fuera una mala opción, pero la mierda de bisonte no podía compararse con la incandescencia de una llama viva.
Sabía que si buenos debían ser los ingredientes, bueno debía ser el metal y bueno también el fuego. Por eso hacía acopio de ramas, cada vez que encontraba, y las guardaba en un espacio creado ex profeso en el chuckwagon.
Nadie entendía muy bien el porqué, pero los solos de cuchara sobre plato, las caras de gozo y la buena charla le dejaban trabajar a su aire, sin hacer preguntas.
Porque al final de la jornada, cuando el sol se escondía en la pradera, aquellos vaqueros solo ansiaban dos cosas de esta vida: comer bien y roncar mejor.