—Llevaba tres días caminando sin comer ni beber, buscando mi senda. Recibía la maraña de espinas del estómago con el orgullo de quien sabe que cuanto mayor sea el combate, más grande será la recompensa.
Hacía tiempo que mi cuerpo se había rendido; tumbado en el suelo con la mirada perdida en las estrellas; era mi espíritu quien caminaba.
Respiraba y el paso del aire resonaba fresco por las oquedades. Apenas notaba mis manos posadas sobre la tierra, incapaz de distinguir dónde terminaba yo y empezaba ella. Oía los grillos, el ruido leve de algún roedor y el ulular del búho. Olía a plantas silvestres, a tierra húmeda y un lejano aroma extraño irrumpió en la zona.
Supe entonces que había llegado el momento: la gloria o la muerte.
Descarté el búho o el murciélago. Descarté los roedores o pequeños animales; fuera lo que fuera, era grande y amortiguaba bien sus pasos. Pasaron de largo por mi mente el zorro y el lobo; pues era más grande. El ciervo, el puma, el oso tal vez…
Entonces cambió el aire, se llevó el rastro de olor junto al sonido de pasos amortiguados y los grillos volvieron a llenar la noche.
Nada, no había nada. Fuera lo que fuera, se había esfumado. Notaba la humedad cubriéndome con su manto y las plantas rozando mi piel, esperando, en ansia estática, a que mi carne las alimentara. Entonces volvió, aquel aroma fuerte, justo en el mismo sitio donde había desaparecido.
Así que reuní todas las fuerzas que me quedaban y regresé a mi cuerpo el tiempo justo de ladear el rostro y ver al espíritu que me acechaba. Pero no había lobo ni ciervo ni puma ni oso… allí, a pocos pasos de mí, solo había un hombre pálido con el rostro cubierto de pelos, un cuchillo en el cinto, un zurrón en el costado y un palo de fuego en una de sus manos; quieto, mirándome.
Intenté moverme pero ya no me quedaban apenas fuerzas, así que lo maldije todo lo fuerte que pude; a él y a los suyos para que les envenenara mi muerte. Y, después de eso, abandoné mi cuerpo.
Me desperté al día siguiente, con el sol bien alto en el cielo y un zurrón con agua y comida entre las manos…
Lanzó un palo al fuego con fuerza y las chispas acompañaron su rabia, mientras volvía a su sitio.
Durante un instante solo hubo silencio. Después estallaron las risas y prendieron las bromas acerca del indio cuyo espíritu guía es un hombre blanco. Entonces uno de los amcianos alzó ambas manos y esperó a que las voces se apagaran.
— Asiento Que Mece, dice la verdad, de eso no hay duda. Conocemos al hombre del que hablas; vive en el bosque con una mujer, alejado del resto de los suyos. Su palo de fuego solo habla una vez y lo invoca para conseguir comida. Pero los guerreros serpiente lo han visto disparar y podría convertirse en un fiero enemigo. Saliste a reencontrar tu senda y ni el lobo ni el oso están en ella. Ese hombre es tu medicina. Se avecinan tiempos diferentes, los espíritus andan revueltos.
No es la primera vez que te encuentras con el hombre blanco, Asiento Que Mece. Quizás tu medicina tenga algo que decir en todo esto y sus palabras sean tan importantes como las que escuchábamos hasta ahora. Las cosas pasan por algo.