Pelo largo y rubio, ojos glaucos y perilla afilada. Mira hacia la puerta de reojo mientras atiende a negros y rojos sobre la mesa.
Sonríe y habla como el resto, echa un trago de vez en cuando y expulsa el oro si la situación lo demanda.
Sube y baja cuanto tiene, no ceja en su empeño; sabe que casi todo se basa en arriesgar lo justo y saber esperar. Alguno tira fuerte y siente las ganas de lanzarse, pero la experiencia lo frena, resopla y, palanqueando con humor, deja pasar la oportunidad hasta que llegue el momento de actuar.
Se abre la puerta y entra el tipo indicado: pistolero serio, frío, plano y mortal. Un hueso caro, demasiado duro para roer.
Así que es ahora o nunca. Echa un trago y con el fuego en la garganta cambia las cartas. Sube; la mayoría acepta, así que fuerza la mueca hasta dar más luz que cinco quinqués. Ríen los otros y suben aún más. Entonces suelta el júbilo a pleno pulmón, y recorre en la mesa una escalera de picas. Mientras canta, se abalanza sobre el dinero. Lo coge. Lo lanza.´
Con la lluvia germinan codicia y mala baba. El gentío no mata, pero aprieta y empuja, alguno golpea, y el pistolero comprende que ni pistola ni mirada han de servir, así que forcejea, haciéndose hueco hasta la pared más cercana, donde entre las tablas encuentra el frío cañón de un revólver, tocando a sién.
—No es personal, amigo, solo negocios.
Cobra la perilla afilada sus 1000$ a los que resta mentalmente las 50 monedas que sembró en el suelo del local. Y mientras cuenta ganancias, saliendo de la oficina del sheriff, se repite a sí mismo: “No es personal, no. Es que me gusta la vida y quiero tener para comprarme tres.”