Voy con la luz de una vela olvidada en el fondo de un cajón. Hoy en día no hace falta nada especial para llegar hasta el diferencial. Con el móvil ya basta… siempre que funcione. Pero no va, ni el móvil ni el diferencial, ni nada. Simplemente se ha apagado todo, dejando un silencio negro interrumpido solo por esta llamita.
Recorro el pasillo y abro la puerta; la oscuridad se extiende por el rellano. El ascensor es una caja muerta. En los pisos no se oye nada; nadie sale.
Bajo las escaleras, cojo la manivela y escucho el portal chirriando con el eco de mil cavernas de cuando empezó o acabó todo.
La calle está desierta, echo en falta la mascarilla.
Sobre mi cabeza, un techo eternamente encapotado me impide saber si sigue habiendo estrellas o luna. Envuelto en una manta que nosotros mismos tejimos, me asfixio poco a poco bajo el cielo plomizo.
Pero… corre algo de viento: brisa fresca que aleja el ahogo grisáceo, lo levanta todo y me recuerda que aún estoy vivo. Extiendo los brazos para sentirlo bien, mientras aumenta y empuja fuerte con un frescor revigorizante que mueve el pelo y sacude la llama de mi vela. Así que, rápido, la cubro para que recupere su porte… pero es demasiado tarde y, apagada, la dejo caer.
Y allí, en medio de la oscuridad, el espacio se reduce y siento la devastadora ausencia de pitidos y pilotos, la falta de vibración y notificaciones; como si todo lo que me rodeara hubiera sido cortado. Y en lo más profundo de esa sensación, comienzan a asfixiarme los músculos de mi garganta.
Una eternidad después, regresa la luz. Miles de destellos y sonidos brotan a mi alrededor, con el pasar de una ola que acaba conectándolo todo de nuevo.