Le encantaba el tacto de las cartas: ese deslizar sedoso y el baile alegre que describían al caer sobre el tapete. Sabía que, durante ese instante, alguna extraña magia mantenía las miradas atadas a esos pedazos de cartón que mostraban una misma apariencia y ocultaban la propia.
Durante esos segundos, él era el dueño y señor de aquellas almas; ni duelos ni patrias ni honores. Solo un puñado de vidas en pausa, esperando a que cayeran las cartas.
Y aprendió a hacer bien su oficio. Y con ello alargó ese instante, extendiéndolo hasta cotas tan amplias que atrapaba dinero, vidas y ganas.
Y cuentan que en aquella mesa cayeron imperios, generales y grandes magnates. Cuentan que todo aquel que allí se sentara sabía que la apuesta era grande, el triunfo glorioso y hasta la pérdida grata. Y no fueron pocos los que perdieron todo y aun así salieron con algo, fruto de la generosidad de aquel ser extraño que algunos alababan por su arte y otros llamaban bastardo.
Todo eso dicen, y lo cuenta gente seria que lo escucharon de otros también válidos. Y cuentan también que, cierto día, almas vengativas dieron con él. Cuentan que lo agarraron con ansia, que, al tocar su cuerpo el suelo, salió lanzada su alma y que en su baraja faltó una carta.
Eso es lo que dicen, pero ¿qué se yo? —dice mientras pasa la chistera ante el público atento y da buena cuenta del contenido escaso de un vaso—, si no soy más que un pobre viajero.
Recoge, zarandea la chistera y comprueba en el tintineo el botín necesario para marchar.
—Ah, damas y caballeros, una última cosa… Si, en el transcurso de sus viajes, ven a un hombre en la oscuridad de la noche con una mesa en medio del camino, iluminada por la nada: aprovechen, si gustan, porque dicen que el premio es glorioso y hasta la pérdida les parecerá grata. Solo con el tiempo veremos si alaban su arte o deciden llamarle bastardo.