Pensaba que Tincher cumpliría su palabra. Podría haber calado fuego al pueblo entero, llenado de plomo a todo el que huyera y haberse sentado sobre las cenizas a echarse un trago. Pero ya no era así; se había propuesto vivir a la suya y el tal Tincher era el único que podía venderle la calma.
Y allí estaba, esperando en la barra con el dinero, sin rastro de Tincher y con tres tipos de gatillo fácil y hambre de oro…
Hay veces que no se puede.
Sin apenas moverse del sitio, distingue al que sí, cala al que quizás y reconoce al que no.
Brilla frío el metal, estalla la pólvora y cae el primero al desenfundar, toca suelo el segundo sin llegar a amartillar y huye el tercero con pies ligeros y manos en alto.
Y es que hay veces que no puede ser, se repite.
Así que coge el dinero y sale, busca en las alforjas de su caballo la dinamita y sacia con ira la sed de paz que crecía dentro.