Pensaba que no echaría de menos aquel lugar: el polvo seco, el cielo endemoniadamente azul y el espacio inabarcable bajo un sol abrasador.
Mil demonios se lleven esa sensación, pero lo cierto es que allí no echa en falta las luces, las lámparas de araña, la música ni el gentío de la ciudad.
A uno y otro lado solo se oye la orquesta de insectos y el ocasional solo de una cascabel, recordando que no todo es nuestro.
Nota el aroma de las plantas picando hondo en el paladar; y vuelve a sentir la extraña sensación, tirante, de la piel reseca.
Y al llegar la noche, con el frío reemplazando al calor, ve las llamas y la reconfortante taza de café humeando entre sus manos…
Entorna los ojos, acurrucado por el calor del fuego y se dispone a dormir con un pensamiento en la mente: “Este será sin duda el último encargo… Podría quedarme a vivir aquí”.
Y brilla el revólver en su regazo, con el reflejo del fuego vivo y el alma cálida del metal que destella un burlón:
“Solo uno más”.