Hace mucho mucho tiempo (algo así como un porrón y medio de años) el gobierno que por aquel entonces mandaba (no recuerdo cuál, pero lo hizo mal) decidió que sería buena idea construir un observatorio con el que ver los platillos volantes cuando pasan por el ángulo muerto del planeta. Y mira tú por donde a la gente le pareció bien, porque al menos eso servía para algo.
Así que se pusieron manos a la obra y eligieron un lugar alto de cojones (tan alto que no salía ni en los mapas). Los mandamases hicieron una excursión y vieron que el sitio era oscuro y bonito y que se veían más estrellas que en todo Star Trek y Star Wars juntos.
Lo difícil ya estaba hecho, ahora solo faltaba construirlo. Y tan alto e inaccesible era el sitio que hasta las mulas pedían bombonas de oxígeno y cobertura funeraria por si las moscas.
Por suerte, el arquitecto al cargo era un tipo pensante, capaz y primo hermano de nosequién. Y la verdad es que el edificio quedó majo, oiga, con su forma cupulosa, estructura innovadora y acabados chulos y brillantes que le daban cierto aire a una gran calva (así le llamaron en el pueblo cercano). La única pega es que con las prisas y el exceso de concentración para saber dónde iba cada tornillo se les olvidó diseñar, fabricar e instalar el telescopio; y como el cacharro en cuestión vale bastante más que una lupa escolar, pues se quedó así y pagaron a un grupo de asesores para que le cambiaran el nombre y le buscaran otra función al bicho.
Una de esas mentes preclaras (que también era primo hermano de nosequién) argumentó que ya que era un sitio alejado de todo lo conocido (no había ni supermercado) lo mejor sería convertirlo en una residencia de ancianos porque los vejetes están tranquilitos y no se mueven mucho. Para el personal recurrieron a gente que no tuviera nada mejor que hacer y los metieron allí con los abueletes con la esperanza de que acabaran por entenderse.
El caso es que el tiempo pasó y como lo único que llegaba de forma más o menos periódica era leche en polvo y pan tostao (pa hacer sopitas ricas), la gente al final se apañó y comenzaron a cultivar su propia comida y a criar los animales que les llevaban los pocos familiares que llegaban armados con piolets y un par de huevos o-varios.
Y el tiempo volvió a pasar como siempre (menos en Star Trek) y llegó el Papa Alejo y las prohibiciones papales de todo juego y divertimento lúdico. Pero tan p’allá estaba la residencia que hasta a las guaguas les daba pereza llegar así que la dejaron estar.
Cuando el comando Veterans rules entró en contacto con las residencias esta fue una de las primeras que visitaron y cambiaron el antiguo nombre descriptivo de “La gran Calva” por el de “Las Primigenias” porque es friki, antiguo de cojones, porque están casi en el espacio exterior y porque, al ser su población extremadamente longeva (nadie pregunta la edad por una mezcla de educación y terror), la mayoría de los que quedan son señoras con las pantuflas ya gastadas.
La Resistencia pensó en poner allí una sede, pero una vez más el estar a un carajo y medio de distancia les hizo echarse para atrás. Así que le dieron una mención de honor, un pin de la alianza rebelde y la promesa de llevarles dulces por navidad a cambio de sabio consejo y otros productos que hacen con la habilidad y el buen hacer que solo ofrecen los siglos de experiencia.