Llevaba días observando: un guardia a caballo, escopeta en mano, y seis más caminando de lado a lado, armados, soportando bajo el ala del sombrero el calor celestial.
Él y el resto de habitantes sobrevivían a cráneo descubierto y pico en mano, con el tintineo cansado de cadenas y el asidero monocorde de una canción con la que mantenerse en pie.
Alrededor, espacio árido, llano y extenso, sin lugar donde esconderse ni oportunidad de huida. Solo las montañas rompían el paisaje a lo lejos: amarillentas y más secas que la piedra que golpeaba con la esperanza de poder romper.
Así que esperó a la noche, justo cuando la extensión se reduce, cogió sus cadenas entre las manos y corrió como si fuera una bala tras él, como si todos los demonios del infierno le persiguieran, recorriendo el camino que había estado dibujando en su mente, asegurándose de no dejar rastro, cruzando el desierto hasta salir de donde nadie había escapado con vida jamás.
Lo pillaron días después, al este, tras beberse medio saloon. Le invitaron a un trago y le dieron la enhorabuena por la fuga.
Ahora está en los campos, a lomos de un caballo, escopeta en mano, soportando bajo el ala del sombrero el calor celestial; vigilando que no haya nadie capaz de abandonar con vida ese lugar.