Veia las puntas de sus botas hiriendo el polvo amarillento. Ahorraba el resuello con la codicia de quien no sabe cuándo llegará el descanso.
El sol irradiaba implacable y la arena respondía su ataque; él en medio, como si alguien hubiera prendido una hoguera en el mismísimo infierno.
Ya no recordaba su montura. Su mano izquierda se alzaba con la rigidez de una pose solidificada. Ya no sentía las riendas en sus dedos ni escuchaba los cascos apagados que seguían sus pasos.
Hace tiempo que traspasó el umbral de la sed con una costra de polvo en la garganta. Ahora nota su cuerpo secándose: piel tirante a punto de cuartear, y agradece no haber cedido al impulso de quitarse la ropa.
Entonces, justo a la derecha de sus botas, surgen los primeros listones claveteados que le animan a alzar la vista.
A uno y otro lado: tarimas, porches, casas. Y allá al fondo, a un lateral de la calle, la mayor maravilla del mundo: un abrevadero con el reflejo cristalino del continente lleno.
No sabe cómo, pero echa a correr y su montura va tras él. Se tira de espaldas y observa el sol, ahora inocuo, brillando lejano a través del muro transparente y vidrioso del nuevo medio.
Cuando regresa a la superficie con una sonrisa en su rostro, brota una voz a su espalda.
—Me alegra ver que disfruta de nuestras instalaciones, caballero. Si esto le ha parecido bueno, echar un trago en el saloon y darse un baño en una de nuestras bañeras se le antojara el gozo celestial…
Hablaba un traje blanco con sombrero de paja y bastón con empuñadura de plata.
—No se avergüence, no es el primer náufrago que llega a estas costas. La diligencia es mejor medio, pero ya que ha llegado, permítame darle la bienvenida. Mi nombre es DeLoyd y esta Atlántida en medio del desierto responde al nombre de Canatia.