Se marchó a la civilización con un sueño.
Buen jugador y negociante, consiguió reunir bastante dinero en poco tiempo y construyó un magnífico local de juego en el que al entrar nada recordaba el exterior: luces, telas y muebles, regados por los mejores caldos en lujoso e imaginativo cristal, se unían para describir un lugar maravilloso que ninguno de los presentes podría llegar a permitirse jamás.
Entrar en El Descanso suponía cambiar de medio, viajar a otro mundo del que uno jamás quería salir… y el mismo local ofrecía las facilidades necesarias para que ello fuera posible.
Tal fue su éxito, tal su fama, que pronto se convirtió en uno de los locales más conocidos de la ciudad.
Y con el brillo del metal surgieron las hambres y los puñales. Pronto aquel paraíso, lleno de goce, delicadeza y buen gusto, hubo que mantenerlo con oro y sangre.
Y tuvo que mediar entre las guerras de los chinos para conseguir el opio. Con los distintos saloons para asegurarse el alcohol. Con las bandas locales para mantener el orden dentro de sus muros. Y con la ley para suavizar cualquier contratiempo que pudiera ocurrir en un momento dado. Además, se preocupó de que la “gente respetable” del lugar no sufriera molestias por culpa de su negocio e invirtió en más de un edificio para el ciudadano común.
El dinero entraba a raudales y se redirigía a este y aquel lugar escurriéndose de entre sus manos como el tiempo del que un día, tiempo ha, disfrutaba… hasta que llegó el incendio y El Descanso, literalmente, se esfumó.
Ahora estaba en pie, frente a la árida y seca tierra que lo vio nacer, tranquilo y arraigado, entre verdes espartanos y marrones erizados, azotado por el viento implacable, bajo un sol incandescente…
Y se dispuso a caminar de nuevo sin el hambre del oro ni la fugacidad del tiempo.