Al llegar los primeros fríos, los fuertes y lánguidos tallos de la bufalaga o pala marina, cubiertos de escamas carnosas, pintan el interno blanco de diminutos pulsos amarillos.
Encontramos este arbusto de la familia de las Thymelaeaceae en los bordes de los caminos, en zonas semiáridas y cultivos semiabandonados o poco trabajados (algarrobales y olivares), donde se cuela con bastante facilidad.
En un primer contacto, la Bufalaga, que por estas tierras alcanza los 1,5m de altura, se nos muestra lánguida con sus ramas colgantes y ofrece una falsa idea de fragilidad, pues es otro buque insignia del bosque mediterráneo: poco necesitada de agua, bien acomodada al sol, con tallos fuertes y resistentes, grisáceos y erguidos los más veteranos, y ese verdor perenne que le hace, como a la mayoría de nuestro bosque, continuar creciendo en pleno invierno cuando el resto duerme.
Un mar velloso verde de hileras de hojas carnosas, salpicado por el amarillo de sus pequeñas flores.
Al acercarnos, podemos observar mejor sus hojas carnosas, ligeramente curvadas hacia adentro, de un verde intenso en el envés o parte exterior, sorprendentemente blanquecinas, debido a la vellosidad, en su parte interior o haz. Unas a otras se superponen describiendo una forma que recuerda a las puntas de los espárragos y que conforman las columnas colgantes repletas de flores características de la planta.
Florece de octubre hasta bien entrado junio, por lo que podremos ver ese amarillo vistoso en pleno invierno. Sus flores crecen en grupos de 2 a 4, y presentan 4 lóbulos.
Su fruto, con forma de nuez, mide de 2,5 a 5mm.
La Bufalaga se encuentra desde Gerona hasta Cádiz, en las Baleares, en el Norte de África y en el Algarve portugués.
La resistencia de sus tallos ha hecho que se utilizaran para confeccionar escobas con las que barrer las eras y, dado el aguante de su madera frente al calor, para limpiar los hornos de cenizas y rescoldos.