Las ramas de arbusto rodante crepitan quietas en el fuego. Brota viva la llama, lame y azota con furia el metal, mientras gorgotean los adentros de la cafetera y surge sinuoso e intenso el aroma a café.
Chris se incorpora, llena su taza de hojalata con agua de la cantimplora y, entre un par de gruñidos, se acerca a la hoguera. Abre la tapa y echa el agua dentro para mandar bien al fondo los posos. Llena entonces su taza de humeante café y vuelve a su sitio. Allí se recuesta, colocando ambos brazos tras la cabeza, y entorna los ojos ante la calidez de una luz anaranjada que, temblorosa, parece acunar todo cuanto hay alrededor.
Observa y reconoce el impulso de un suspiro de paz y sosiego al comprender que, cuanto más vivo es el fuego, más claro y presente está lo suyo y más borroso y ausente el resto.
Entonces se da cuenta de que no necesita nada, que apenas con lo que tiene ahí encuentra la paz: su caballo, un revólver, una botella de whisky… y los cuatro cadáveres que la noche se encarga de tapar.