Por último cargaron el baúl y lo apretaron con las correas que nunca se habían abrochado allá en casa, donde había pasado toda su existencia descansando a los pies de la cama.
Pasaron el cuero por la hebilla y tiraron con fuerza hasta que la aguja penetró por uno de los agujeros, de forma que no volviera a abrirse hasta llegar a su destino.
Cerraron el portón, ataron la tela de la parte trasera y, con meneo vivo de embarcación terrestre, subieron al palanquín.
A lo lejos, las montañas parecían lejanas e inmensas y cierto reflejo dorado anunciaba que, para bien o para mal, algo extraordinario iba a ocurrir.
Ambos miraron hacia atrás, al cascarón de madera sobre grandes ruedas y a su interior, perfectamente cuadrado de cajas y enseres.
—¿Crees que aguantará?
Él observó detenidamente antes de responder.
—¿La verdad? Creo que irá bien hasta la mitad del camino; luego renquearemos hasta llegar…
Ella se encongió de hombros, trajo a la luz la sonrisa y, sin apartar la vista del horizonte, contestó:
—Bueno, lo único que queríamos era llegar.
Y por un momento, el dorado pareció brillar más.