Jordi contreraS

Evoco contextoS

Siah

—No está en venta, señor; nada de cuanto ve aquí, está o estará en venta. Así que puede dar media vuelta.

Se mantiene en pie, desafiante, viejo y cascado; vaivén en la voz, agarrando la escopeta con ambas manos.

—Nadie habla ya de comprar. Le estoy invitando a marcharse; a concebir la vida como un cúmulo de oportunidades por explorar, o a quedarse observando la tierra que le cubrirá tras su muerte.

Calmo y frío, calculador como el ala afilada de su sombrero y la marcada solapa del abrigo.

—¿Es eso una amenaza?

Surge la voz herida, aguda y chirriante.

—Es una revelación.

Queda en el aire: pesado, simétrico, inmutable.

—No me moveré. ¡No lo haré! Me quedaré aquí aunque sea para haceros gastar plomo.

Los dedos, pálidos por la presión, mantienen su presa, dispuestos a liberar el estallido.

—No queda nadie. Es usted el último. Nadie para observarle o juzgarle. Nadie para denunciar lo que pueda ocurrir o ayudarle. Nadie para llorarle. Seguiremos adelante y su cadáver ofrecerá menor resistencia que cualquiera de las insignificantes piedras de este lugar.

—Eso no es asunto mío. Estoy donde debo estar, porque puedo y quiero; porque tengo derecho.

—El derecho no existe sin nadie que lo ratifique. Está solo, caballero, agarrado a esa escopeta como si dos cartuchos fueran suficientes para parar lo que se le viene encima. Con un tintineo de mi bolsillo puedo invocar más mal del que usted podría hacer en toda una vida armado con esa antigualla.

—No estoy aquí para derrotar a nadie, señor. Estoy aquí para defender lo mío. Porque es donde debo estar y porque ese derecho que usted anula únicamente porque no hay nadie para reconocerlo, sigue perteneciéndome.

—Le digo que morirá.

—Le repito que no me pienso marchar. Váyase ahora y muerda de la única forma que sabe hacerlo: con los dientes de otros. Aquí estaré, con esta antigualla y los redaños bien puestos, dispuesto a despedirme a lo grande.

No contesta, da media vuelta y se marcha cortando el aire brumoso con su sombrero. Puede olerse cierto tono eléctrico en el ambiente y, allá a lo lejos, el cielo se oscurece hasta devorar el horizonte y fundirse con la tierra.

Siah vuelve a los tablones torcidos y firmes que habían sido su casa, se sienta en su mecedora bajo el porche y observa la tormenta con la vieja antigualla en sus manos. Por supuesto que no sirve de nada, no se trataba de matar, sino de vivir como uno crea y morir si, llegado el momento, fuera necesario.

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