Caminaba junto al resto, pero no con ellos.
Se maravillaba al verlos cuando se fusionaban con el bosque, pues lo conocían como la palma de su mano y cuando lo reverenciaban, pues esa era su costumbre. Pero iban siempre con el espíritu en el objetivo y de ahí al siguiente, como el torrente de un río que nunca para, como galopa el caballo o vuela el águila: sin pausa.
Se maravillaba porque, para ellos, la pausa es muerte y él decidió perderse.
Sabía cazar pero apenas conseguía presas. Sabía luchar, pero no entendía el ardor del guerrero ni la desconexión del daño infligido. Sabía ver las cosas varias veces, andaba a caballo entre el mundo espiritual y el de los hombres, pero tenía como guía un objeto y como hermano espiritual un rostro pálido que ni siquiera era consciente de ello.
En su tribu lo aceptaban como miembro que era, comprendieron sus peculiaridades y las integraron en el grupo, Asiento Que Mece lo llamaron, y sabían que parte de su camino iría por otra senda.
Por eso, tal y como indicaron los ancianos, viviría como uno más de la tribu, caminaría junto al resto, pero, en ocasiones, no con ellos.
Y así sería hasta que diera por finalizada su senda; acabara donde acabara.