
A veces dejamos de hacer las cosas por algún cambio: de estilo de vida, de horarios o simplemente porque dejamos de hacerlas durante un tiempo y olvidamos por qué eran importantes, por qué nos gustaban y el bien que nos hacían.
Hace ya algunos años, me convertí en un ser de agenda. Antes hacía listas, que es parecido, pero con la agenda me acostumbré a erigir el día con metal, tinta, café y papel.
No se trata de planificar semanas, meses ni años, al menos más de lo estrictamente necesario; sino de levantarme un poco antes de lo que toca, al margen de incursiones de escritura, plantar el desayuno junto a la hoja de la agenda y la pluma sobre la mesa y dejar que brote el día como le dé la gana.
Es como una taza de café en el porche. En esos minutos, echo el reguero de pólvora y entre tareas, quehaceres y anotaciones, brotan frases, ideas o disparos fugaces en la oscuridad del café.
Me pongo en marcha construyendo un plan que cambia la mayoría de veces y que debo adaptar. Total, lo mejor de los planes es poder echarlos abajo, porque sabiendo qué se esperaba de ellos, se pueden abordar más adelante, mandarlos al infierno o pasarlos a otro día.
A veces con la noche avanzada, justo antes de cerrar mi buró y tocar a retirada, viene bien un segundo duelo donde hacer balance del día y pasar algún cartucho para el siguiente; de forma que lo que queda en papel, lo suelte la mente.
Así pues, llegados a estas horas, que pases una buena noche; yo pongo el último punto, cierro esto y marcho