Llegó y la luz le dio la bienvenida. Calles iluminadas, edificios altos y engalanados y, sobretodo, la vida: teatro, restaurantes, música, casinos, clubes sociales… Ahí su oro tenía acogida y había mil y un lugares donde su brillo relucía con especial tono y alegría.
Fue extremadamente feliz aquellos días de experiencias, novedades y conocimiento. Era como si el mundo entero se hubiera encogido hasta caber en aquella ciudad del este: una ventana a todos los lugares que ni siquiera soñó conocer jamás.
Y cuando aquel torrente cesó, cuando acabó el impulso de las primeras tomas de contacto, la sorpresa y la sed, todo tomó cierto aire humeante y gris de rutina. Los edificios, altos y apiñados, anulaban la línea vasta e infinita del horizonte; muros que ni el oro lograba vender.
Entonces empezó a caminar por las zonas tranquilas, a rehuir el tumulto y el ruido, a buscar ciertos rincones donde encontrar algo de calma en el movimiento. Uno de ellos, un pequeño hueco en el paseo general al que solía acudir de noche, le devolvía el recuerdo de su hogar cuando la luz de gas irradiaba un entramado acogedor, sencillo y vegetal.