Acudía siempre al alba y pasaba allí sentado los últimos momentos de bruma, antes de que que saliera el sol.
Le gustaba mirar al río, atento al oleaje que hacía el agua al sortear las piedras y al baile subacuático de las algas animadas por la corriente.
Como cada mañana, le acompaña el canto de unos pájaros que desdeñan su presencia, aplaudidos por las hojas de los chopos sacudidas por el viento.
Su interior había adoptado aquel rincón como propio. Por algún motivo le recordaba a la casa que dejó allá en el este: el pequeño espacio que olía a resina y a planta seca y oleosa, donde solía jugar de pequeño.
Pero algo diferente pasaba aquel día. Escuchaba el rumor del agua,el trino de los pájaros y el jugueteo del viento entre los árboles; pero no era lo mismo.
Algo lo alertó. Lo mismo que hizo a los pájaros pausar brevemente su canto. Algo demasiado sutil como para poder detectarlo, pero que estaba bien presente.
Se incorporó. A punto estuvo de empuñar el rifle, pero no sintió amenaza alguna y prefirió dejarlo en el suelo.
Entonces escuchó, ya demasiado cerca, pasos en la otra orilla que caminaban hacia él, y quedó en pie expectante.
Del otro lado del río surgió en ropas indias y mocasines, el mismo rostro que vio tumbado en el suelo días antes, ahora vivo y decidido. Y al tenerlo delante, volvió a sentir esa enigmática familiaridad.
El indio se quedó quieto en su lado del río, ladeó la cabeza al observar el rifle en el suelo e hizo lo propio con su arco.
Ambas figuras se quedaron mirando, erguidas, desde una y otra orilla, separados por un río limpio y cristalino que reflejaba perfectamente los primeros rayos de sol.
Ambos alzaron la mano en un gesto de bienvenida y sonrieron.