El tipo defendía la pose un tanto aparatoso.
—Muy bien… así. Pero más tieso. Más grave. Más hierático. Más solemne.
Obedecía con la torpeza de quien no ha servido nunca de modelo. Algo artificial, impuesto, pétreo.
—Pero… ¿cómo demonios se pone uno hierático?
Detrás de la lona, el fotógrafo resoplaba.
—Mire, no es difícil. Pruebe esto. Relajación absoluta, rostro serio, pero sin parecer enfadado, como si todo cuanto hay en el horizonte fuera suyo…
—Es que no lo acabo de ver… no sé, ¿no podríamos hacer otra cosa?
—Hágame caso y le haré parecer un Héctor o un Aquiles. Tan solo siga mis indicaciones. Confíe en mí, por muy raro que le parezca, y todo irá bien.
El hombre cedió al fin las riendas, y por un momento vislumbró todo aquel espacio inabarcable, corte dorado de tierra y azul, como su mundo: terreno propio con el que fundirse y en el que hundir su esencia; aridez y vastedad de su propio espíritu como reflejo noble e indomable de aquella franja eterna. Y se sintió dueño, de él mismo, de aquello, de todo…
—¡Perfecto! Ahora, ¡cierre los ojos!
Entonces algo se quebró, la línea perdió rigidez y el vigor regresó al cuerpo.
—No sé, quizás si lo hiciéramos fuera del ataúd…
—Caballero, este es mi trabajo. Hágame caso, sé lo que hago. Piense en su mujer, sus hijos, su familia y amigos, en lo que pensarán de usted…
—Pero, ¿no se supone que debo morir primero?
El fotógrafo abandonó la protección de la lona, regresó a la luz diurna y, apoyado sobre la cámara, ahogó la protesta manteniendo el tono cordial.
—Mire, hay más de 1000 ataúdes y se van a llenar todos. Por estadística, ese puede ser el suyo. Hágame caso, la experiencia me dice que mucho mejor retratarle ahora, que después de la contienda.
—Bueno, está bien; pero deme un segundo; creo que se me ha dormido un brazo.
—Claro, pero dese aire; no se imagina la de retraros que me quedan por hacer.