Cabalgan como si no hubiera mañana. El viento en la cara, cortado por el ala rígida del sombrero; piernas en tensión, levantando el cuerpo, utilizando los músculos para amortiguar el vaivén equino. Y no osan girarse, ni siquiera cuando las balas susurran al oído el ansia del último aliento.
De momento no hay cansancio, ni siquiera en pensamiento; solo un hambre insaciable de campo abierto, de romperse la espalda durmiendo a la intemperie, de estar lejos, de libertad…
Mira un segundo a sus compañeros y la cara grita miedo y euforia, arrepentimiento y celebración. Y jura por lo más sagrado que será la última vez. Que si sale de esta, apartará su vida de todo pecado y tentación. Invoca al cielo pidiendo tan solo unos metros más, hasta el desfiladero, donde poder perderse de nuevo.
Y cruzan el peñasco y gritan, y su grito resuena por toda la piedra, chocando con las maldiciones de los perseguidores… Porque nadie en su sano juicio les seguiría a aquella trampa.
Y ríen a pleno pulmón, con el ánimo henchido.
Y ríen más aún llenos de alegría al coger las alforjas y mirar todo el dinero.
Observa, entonces, arriba al cielo y recuerda sus palabras, mas está vivo.
Y un único pensamiento invade su mente, llevándose por delante cualquier otro parecer: “irá mejor la próxima vez… Mucho mejor a la siguiente.”