Cocinar es como escribir o narrar. Las palabras tienen matices, texturas, aromas y sabores. Algunas acceden al plato de forma sutil; otras, como las hierbas aromáticas, lo transforman en una suerte de proceso alquímico.
El orden importa, lo que está arriba y lo que está abajo: aguacate, queso, frutos secos o miel; hasta el punto de que al cambiarlo, damos la vuelta al plato.
Hay textos abundantes, sopas que entonan el cuerpo; buenos guisados, más concisos; y los hay estofados, que en poco concentran todo el sabor.
Hay historias sangrantes, otras al punto y las hay bien hechas para digerirlas mejor. Narraciones que mantienen el suspense hasta que el efecto maillard enaltece todo lo que vendrá después. Hay historias crudas y rápidas; frescas, al dente; a veces picantes, a veces amargas, a veces ácidas o incluso tronchantes. Las hay a fuego lento que se deshacen con solo tocar la boca; dulces que acarician el paladar y empalagosas que lo invaden. Algunas mezclan sabores de forma tan magistral que no sabemos a qué atenernos y las celebramos umami.
Hay textos que desafían al apetito, que sacian o empachan; los hay que piden pan, que repiten y algunos espantan.
Pero, sean como sean, siempre está la opción sesuda de medir, pesar y calibrar; pues si son las palabras las que aportan el sabor, paleta de colores con la que pintamos, todo parece indicar que al escogerlas bien, estará todo hecho. Y sin embargo, pese a repetir la misma fórmula, puede que no salga igual, ya sea por el recipiente, fogón, clima o cualquier otra explicación. Y puede que todo eso influya, pero lo cierto es que, a la hora de la verdad, las buenas recetas, las buenas historias, surgen siempre del tiempo dedicado y de las ganas con que se acaban escribiendo, cocinando, narrando…
Buen provecho.