Atusó bigotes entre pulgar e índice, mientras un par de ojos saltones asaltaban aquel lugar.
—Abandone, sheriff. No hay nada más que decir; nada que hacer. Coja esa placa y váyase. Si no, pasaré de largo y me llevaré al pueblo entero conmigo.
Escopeta en mano, gesto cansado, recibió la voz como un saco vacío, dejando pasar lo hiriente para reconocer a quien lo disparaba.
—Adelante, llévese a quien quiera creerse sus mentiras. Pero mi estrella se queda, y este triste despojo que le habla permanecerá con ella. Más vale perderse aquí el cielo, que deberle algo a usted por alcanzarlo. Por lo que a mí respecta, puede marcharse allí o al mismísimo infierno…
Dos cartuchos quedaban en el fondo del cajón… Llaves oxidadas de cuando hacían falta… Cuatro tablones en pie… La estrella brillando aún pese al metal deslucido y, allá en la herida del horizonte, el sol poniente pintando rojos, morados, ocres y naranjas en aquel lugar tranquilo.