Siseaba incandescente y, entre el humeante olor a tabaco, se intuían las arrugas marcadas de rostro ancho repeinado, labios exiguos y ojos omnipresentes.
—Descubre algo reprobable. Algo que puedas esgrimir contra él, aunque no sea gran cosa…
El visitante se mantenía en pie, firme, atenazando un sombrero que empezaba a perder su verdadera forma.
—Tú, déjame a mí. —dijo el rostro ancho, mientras acercaba una caja de puros al visitante.
Este último se limitó a rechazar la oferta sútilmente con la cabeza.
—Verás, los nuevos tiempos han llegado. Te recomiendo que cuelgues ese revólver: te traerá más problemas que soluciones. La civilización ha llegado; también la justicia y, con ella, el cambio de actuación.
Inhaló con fuerza hasta invocar la incandescencia, y mientras exhalaba el humo, croó sus últimas palabras.
—Busca algo, no importa que no afecte al resto; ya haremos que suene mal… Mira, una bala mata o hiere, pero esto pone a cualquiera en pie de guerra, temeroso de que el disparo se reproduzca. Mientras tanto, tú haz tranquilo que no pasará nada. Anclaremos su atención y antes de que quiera darse cuenta, todo será tuyo. Solo entonces hablaremos de mis honorarios. Como ves, no hay nada de qué preocuparse.
Salió de allí envuelto en una densa nube, con el olor tejido en la ropa, el sombrero prisionero de una mano que se negaba a abrirse, la tranquilidad sosegada de haberse negado y la pregunta mordaz de quién más estaría cargando balas en esas nuevas armas.