Jordi contreraS

Evoco contextoS

La orilla del oso

Echa un par de troncos y una espiral de chispas trepa hacia el cielo. Tras las llamas se vislumbra su figura iluminada, ropas gastadas de viaje y chistera algo curtida. Coge una de las tazas que descansa junto al fuego y se pone un poco del caldo humeante de increíble aroma. El dueño del recipiente intenta objetar pero un ademán del recién llegado mantiene a todos en silencio.

—Ocurrió un poco más arriba. No en estas costas tranquilas, sino allá donde los hombres cazan de verdad, a pesar de los indios; donde hay castores como lobos de grandes y se cobran las pieles más caras. Seguro que más de uno lo conocéis.

Alguno asiente, a pesar de que nadie suele ir más allá de las peñas afiladas. Los barcos no pueden pasar, los indios no dan cuartel y la naturaleza te escupe a la cara.

—Uno de estos tipos, duros como las rocas que parten las embarcaciones que osan remontar, decidió plantar un puesto para abituayar a los locos que intentaban pasar con poco más de lo puesto y darles así la oportunidad de aligerar su carga de pieles sin tener que tratar con las compañías peleteras.

Son tipos curtidos en aguas y montañas: franceses, ingleses, americanos, indios, negros, mestizos y cualquiera que prefiera la llana soledad de la montaña a la erizada planicie de la civilización. Tipos que saben arreglárselas con lo que tienen, para los que la mayoría de las comodidades no dejan de ser una molestia y que se reunen cada cierto tiempo en sus rendezvous para compartir experiencias e interactuar con algún que otro ser parlante. Hablan, juegan y cuentan noticias. Hoy, el que habla, es un forastero venido de la nada.

—Como ocurre siempre con las buenas ideas, solo cuando estas empiezan a cristalizar, después del vértigo del pionero, es cuando salen los imitadores. Pronto, otros se agruparon en aquella orilla: un tipo plantó un alambique en el que destilaba alcohol con algo de sabor al cieno que se agolpaba en la orilla y una mestiza, que decían se comió a su familia, se dedicaba a vender hierbas y remedios de la zona, ofreciendo la restauración de los cuerpos ajados a cambio de un módico precio.

Deja la palabra en el aire, justo en el momento en que un tronco parte, chisporroteando partículas incandescentes hacia la oscuridad infinita, y da un buen trago de café, carraspeando al notar el sabor de las plantas de la zona, entreverado en el amargor del caldo.

—Así que no tardó en crearse otro mundo, más allá de las peñas afiladas, donde iban solo los bravos, los fuertes, aquellos que podían llamarse a sí mismos valientes; y acabó llamando la atención de compañías y organizaciones civilizadas, que apartaron las peñas y rompieron la frontera para arribar a la orilla. Con el tiempo, más y más llegaron, vendiendo, viajando y comprando, llenando la orilla con gentes de distinto lugar. Y llegó un día un tipo pequeño, enclenque y afilado, con un gran oso con cadena y collar: especimen potente, de grandes garras, enorme mandíbula y fiera mirada.

La chistera se mueve mientras habla, aumentando sus gestos de forma tan sutil que apenas se puede apreciar, hasta que uno podría jurar que ha alcanzado la talla de un gigantesco oso.

 —El tipo plantó una estaca y expuso al animal, que andaba de uno a otro lado intentando adivinar qué era aquel lugar, de dónde salía tanta gente y dónde demonios estaba la salida. Mas en un par de intentos recordó el tensar de metal que lo mantenía anclado a su dueño.

El invitado de la chistera intenta andar, pero una cadena imaginaria lo mantiene preso. Se agacha al suelo, vencido, mientras baja la voz y aprovecha para coger algo de lo que se asa en torno a la hoguera.

—No tardó la gente en curiosear, alejados primero, acercándose depués; al ver que no podía moverse la bestia. En el grupo había hasta niños que, animados por sus padres, se acercaban cada vez más. Y una de aquellas gentes civilizadas fue la primera en azuzar con un palo al animal. Este se revolvió y gruñó grave, con la fiereza que solo templan las montañas y chispotorreó la tensión entre todos los presenten, paralizándolos. Entonces otro repitió la afrenta. Y rugió de nuevo el oso, y arremetió tensando aguda la cadena, sin poder alcanzar su presa. Gritó la gente, venciendo de nuevo la sensación de terror, tras lo cual llegó el placer y la sonrisa. Así que azuzó otro, y otro más, y otro de nuevo. Y se revolvió impotente la bestia. Y aumentó la afrenta con cada respuesta, hasta que era el animal el que callaba y las fieras de fuera las que jaleaban, mientras el tipo bajito pasaba entre la muchedumbre un sombrero para cosechar la colecta.

Guarda silencio y rodea la hoguera, echando troncos en varios puntos, mientras habla el fuego. Otorga el tiempo necesario para que cada uno visualice al animal, agostado, fuera de su medio, obligado a responder ante una gente que nunca hubiera sido amenaza; para que piensen en la montaña misma: fiera, indómita, arisca; convertida en tierra mansa, local y espectáculo.

—Pasaron los días y el tipo pequeño siguió plantando a su oso, cada día, para goce y disfrute de un personal que, decepcionados ante la inactividad de la fiera, aumentaba la afrenta a fin de ver al coloso despertar una vez más. Esperaban el rugido que,. aún sabiéndolo atado, seguía helando la sangre de quienes solo eran capaces de soportarlo en manada.

El público permanece serio, conocen la naturaleza en su estado más salvaje, para su propio disfrute y terror. De un modo u otro, aquellas gentes han visto al oso libre, grante, pesado y potente en la montaña, presentando batalla solo cuando algo ocurre. Y han aprendido a temerlo, evitarlo y respetarlo. De alguna forma reconocen algo de él en cada uno; ambos han decidido mantenerse al margen de un mundo que nada tiene que ver con ellos.

La chistera levanta una de las manos por encima de la hoguera y espera un segundo, tras lo cual alza la otra y abre las palmas con energía.

—Cierto día, se plantó la estaca como los demás y acudió la gente al espectáculo. El oso se presentó cabizbajo y encorvado, con el pecho descansando sobre su estómago. Y aguantó los primeros golpes sin mirar siquiera a aquellos pequeños seres. Le movían la cabeza y azuzaban los miembros y hasta alguno punzó su piel con un palo; pero el coloso mandó su mente lejos a las montañas y se quedó quieto como un muñeco de trapo. Entonces fue el tipo pequeño el que hundió un metal largo y afilado, hasta traspasar su piel y herir sus entrañas. Se revolvió ante el dolor la criatura, enorme, pillando de improviso al pequeño ser racional y lo enganchó con garras y fauces. Se escuchó el masticar de hueso humano, una astilla sonaba dentro del tuétano de cada uno de los presentes que se quedaron helados sin poder responder. Y se movió la fiera, con el pecho henchido, rugiendo como el trueno sobre la roca, y salió la pequeña estaca como el palillo que era, liberando toda la furia y rabia contenida.

La manos se apoyan con fuerza sobre el suelo o buscan algo para coger, mientras los ojos permanecen atentos a la figura del viajero que se mueve, grande y potente, iluminada por la luz fiera e incandescente del fuego.

—Los allí presentes apenas podían reaccionar, incapaces de comprender lo que estaba pasando. El coloso se lanzó sobre uno y otro, y otro más. Se alojaron las garras en la carne y se hundieron las fauces. Los primeros disparos fueron inútiles, ante el amasijo de humanos y fiera; mientras, aquellos que pudieron reaccionar, corrían por encima de sus congéneres, esperando alcanzar algún sitio seguro, solo para ser chafados por otros que intentaban a su vez abandonar el pequeño recinto en el que se habían reunido. El coloso siguió atacando, sin que nada ni nadie pudiera pararlo. Llegaron las primeras balas, que hirieron su carne, pero ya daba igual, su mente seguía lejos en las montañas; siguió atacando, golpeando y mordiendo hasta que la vida sencillamente se le escapó y el respirar lento del último aliento le permitió ver aquellos montes, mientras las últimas punzadas lo arrancaron de aquel lugar y devolvieron a allá donde era su verdadero sitio.

Calla. No dice más. Se limita a despedirse, chistera en mano, con respeto reverencial y la copa llena de víveres para continuar su camino.

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