Corrió en la tormenta bajo la lluvia, con el alma desbocada.
Puso tanto empeño en su huida que disipó el temblor de la cara al pisar la tierra y desterró el contacto de cada paso hasta apenas notar el suelo.
Atrás quedó el cansancio y la falta de oxígeno. Aceleró y se emborronaron las imágenes de cuanto había a su lado, hasta que todo se perdió detrás y supo que podría seguir corriendo hasta el final de los tiempos; en ese espacio continuo entre los pasos fluidos, bien cerca del cielo.
Atrás quedaban las cadenas y los trabajos forzados de aquel lugar. En ese momento, nada ni nadie podría alcanzarle. No importaba cuánto le siguieran, era imposible cogerle.
Y cayeron los rayos y bramaron broncos los truenos; pero no importaba. Y corrió como barco en mar bravío, con el viento en contra y la lluvia estrellándose en su cara.
Eterno, imparable, inmortal.
Hasta que sonó un estruendo y relampagueó seco el fogonazo de un índice con el propósito de atarlo a la tierra.
Notó el empujón, el golpe seco y el rasgar indoloro de algo que atravesaba alguna parte de su ser; que lo partió en dos, segando las cuerdas que aguantaban sus miembros, en un intento de detenerlo por la fuerza, con la violencia incasdescente de pólvora y plomo.
Y cayó el cuerpo pero no importó, porque siguió corriendo un último segundo. El último momento que aseguró que no lo habían logrado; que lo mantuvo en la dicha de devorar la distancia y la sensación cruda de libertad. Hasta el instante mismo en que todo se apagó.