Trabajé con un topógrafo, llevaba sus útiles y cuentas. Nunca me gustaron los números, pero sí los lugares que visitamos.
Recuerdo los amaneceres de sol frío y café humeante; y los finales de jornada, con los últimos rayos de sol sobre la roca rojiza, antes del crepitar del fuego y el descanso tras la velada.
Pasado el tiempo, compré uno de esos sitios ante la desaprovación de conocidos y la sorpresa del oficial del registro. Era un trozo de tierra elevado, en medio de la nada; entre una pared rocosa y un gigantesco acantilado.
Nadie entendió el motivo, porque nadie vió lo que yo. Y es que los días húmedos, cuando la bruma se alza hasta convertirse en nube, enrasa con el suelo y es entonces cuando ese trozo de tierra descansa literalmente en el cielo.
Ahí situé mi cementerio. Y pedí lo que solo a quienes sobra están dispuestos a pagar. Solo una persona descansa sin haber pagado, alguien que estuvo conmigo cuando nadie lo estaba, alguien que creyó en mí cuando el resto daba la espalda: tu madre. Y ahí, a su lado, está mi sitio.
Ahora vive tú como quieras, y cuando la muerte te agarre por los talones y se lleve tu alma, piensa que, si no tienes a dónde ir, aquí, a nuestro lado, siempre tendrás tu sitio.