Me gustan las estaciones. Las de aquí, las que he vivido siempre: primavera, verano, otoño e invierno. En un mundo en el que conquistamos la noche con luz artificial y anclamos el tiempo a golpe de reloj, las estaciones forman parte de ese reducto que sigue recordándonos el mundo en el que realmente vivimos.
Y necesitamos esa luz y poder medir el tiempo, para tal y como nos hemos montado la vida. Pero por mucho que nos parezca en este orden construido que un día y otro son iguales, el mundo, mediante las estaciones, nos recuerda lo contrario; solo hay que pararse y mirar para darse cuenta de que no hay nada estático, que todo está en continuo movimiento.
El mismo hecho de bajarse de la máquina un instante a mirar, ya supone un cambio.
Y ante él, el mundo responde y el paisaje, hasta entonces idéntico, se vuelve distinto. Con el vigor exhuberante y regenerativo de la primavera, el calor estridente y estridular del verano, el oscurecimiento melancólico y fructífero del otoño y el frescor aletargante y vivaz del invierno.
Las plantas crecen, se yerguen, florecen y se dispersan antes de morir y el mundo cambia con ello: savia latiente, exultante y durmiente que cambia el entorno enraizando, levantando, trepando y quebrando lo que había: creando de nuevo los frutos que mutarán el paisaje.
Cuando aclimatas la vista a lo estacional, el mundo habla de una forma sencilla de escuchar. Entonces, por mucho que se planea y se fija, el mundo continúa conmoviéndose, removiéndose: cuando reseca y rebrota.
Entonces comprendes que los límites que imaginamos no dejan de ser eso mismo: ilusiones; y que si el mundo decide hablar de forma clara, lo mejor que se puede hacer es escucharlo.