Le gustaba jugar entre el trigo, observar a uno y otro lado el mar dorado y, tumbado boca arriba, mirar hacia el cielo abierto, azul y soleado. Al final de los juegos, cruzaba todo el trigal hasta perder el aliento y llegar a una pequeña colina con un árbol en su cima. Desde ahí observaba lo que había más allá; y perdía la noción del tiempo.
Con los años, el campo entero maduró, las espigas se convirtieron en tarea, los granos en número y el mar dorado en sustento. Y aun así, una noche al mes, cruzaba el trigal hasta la colina con el árbol; dejando un surco tras él, que volvía a alzarse a su regreso, tras un buen rato.
Pero aquella noche de reflejo en plata, atravesó como de costumbre el trigal; mas, al llegar a la colina: no regresó, no se detuvo.
Dejó tras él un surco marcado, hueco oscuro entre mar brillante, que, esta vez, no llegó jamás a alzarse.