Las ocho décadas le acompañaban bien. Notaba la tensión de las arrugas en los ojos, de afilar la vista para exprimir el mundo. Siempre en su silla, bajo el mismo porche, con las botas apoyadas en la baranda. Atento, impasible, ajeno, lejano, firme como capitán de barco; pasara lo que pasara, aunque llovieran balas.
Por delante de su porche pasaron colonos, viajeros, jinetes, diligencias y las venas metálicas del ferrocarril. Pasó una guerra y lo que, justo después, llamaron paz. Pasaron salvajes, indios y espectros heridos de whisky. Pasaron esclavos, libertos y aquellos a quienes finalmente señalaron como negros. Y pasó también ese conjunto de extranjeros de todas partes que al tocar esas tierras arraigaron algo nuevo entre el rechazo y la añoranza del origen.
Todo eso pasó hace mucho. Y aún así su cuerpo aguantó, con la maldita costumbre de anunciar cada movimiento con un sonido. Y siguió firme cuando a uno y otro lado de su porche, los edificios crecieron, se extendieron los humos, la gente difuminó sus rostros y nada en la calle recordaba lo que fue.
Ahora siente que quizás este no sea su sitio, que se queda fuera de plano porque ya no hay praderas ni desierto ni horizonte abierto; y todo cuanto queda camina, enmudece y acelera con prisa sin destino, dejando, como decía el tipo de la laguna, el aire lleno de cerrojos.
Y pese a todo sigue en su puesto, pero, por primera vez, baja el sombrero, recuesta su silla y se permite descansar.