Así rezaban todas las publicaciones: fotos, historias, diarios cuidadosamente publicados… todo cuanto llegaba parecía dejarlo claro: en el oeste estaba el cielo, las tierras fértiles y todos los tesoros de este inmenso mundo.
Claro que había peligros: indios, bandidos y el clima inhóspito que solo los colosos pueden invocar… y resistir.
Así que rompimos con todo, dejamos cuanto había atrás y nos marchamos. Descubrimos un camino lleno de escollos que recorrimos con las cuatro cosas que cogimos de casa; tres de las cuales se quedaron a mitad.
Pero cuanto más lejos quedaba el este, más nos faltaba, paradójicamente, por llegar. Y allí estuvimos, en una suerte de tierra de nadie que se extendía cada día y en la que, junto a tormentas y tormentos, surgieron pequeños placeres, tenues y frescos, como la lluvia suave, la brisa de la mañana y esa inmensa sensación de libertad.
Nuestro mundo se redujo a una carreta y se expandió a un cielo abierto y un horizonte sin fin. Salimos unos y llegamos los mismos, pero bien conocidos.
Entonces descubrimos que el paraíso no era sino soltar amarras, descubrir las que de verdad hacen falta y atarlas de nuevo donde nos diera la gana. Abandonar el este para saber qué se quería de allí. Dejar la civilización para forjar los acuerdos realmente esenciales. Al final de todo, se trataba únicamente de simplificar y de aquello que cantaba aquel ante la vida:
¡Sencillez!
¡Sencillez!
¡Sencillez!