Hace tiempo, con los últimos calores de este otoño extraño, estuve visitando la Calderona.
Fue una primera aproximación, apenas una mañana, con la sensación de estar en un lugar cercano. Tierra seca, plantas eternas, verdes y glaucas, de hojas pequeñas, carnosas y tormentosas, preparadas para soportar lo que dure el viaje sin agua.
El verde arañaba leñoso, invadía aromático y oleoso; a veces destartalado, otras con la densidad exuberante de la maquia.
Pero había algo distinto a ese monte que bañado por el río es para mí: casa. Allí el terreno se alzaba y ahondaba, se erguía cubierto por una capa de verde intenso sobre el glauco y el amarillo pajizo de las hierbas.
Y era esa ladera continua, la diagonal enfrentada por pinos rebeldes, la que cambiaba una lógica solo respetada por los caminos.
Piso polvo seco y rojizo, junto al gris resistente del olivo, para recorrer una de esas laderas, seca en este lado, de matorrales y rocas planas quebradas, tal y como hicieron otros hace siglos buscando el refugio de un castillo: fuerte en su cima, difícil de alcanzar.
Y a través de los restos de sus muros, observo olas de tierra erizadas en verde y entre ellas una vía, un camino que conecta con un llano, a escasos kilómetros, desde aquí lejano y extraño.
Abandono la cima penetrando en la intensidad del romero y el tomillo y la fuerza de la resina del pino. Aroma que surge tanto con el calor intenso como con la lluvia: lucha contra la adversidad y agradecimiento.
Y así llego al llano con la sensación de haber echado tan solo un vistazo y de dejar atrás un lugar al que sin duda hay que regresar.