Al principio, el momento idóneo para echar dados era un viernes por la tarde. Cualquier sitio era bueno: en la calle, en casa de alguno del grupo e incluso hubo quien hacía alguna que otra incursión en el rincón más apartado de una biblioteca.
Pero con el tiempo llegaban las cafeterías, los bares y las casas, ya propias, menos concurridas. Y con esas, la tarde de los viernes fue cambiando por la noche: cena y después partida.
La noche tiene ese punto de inmersión, de centrar la atención más que nunca en lo que está sucendiendo sobre la mesa. Más aún cuando se limita cualquier foco de luz al espacio en el que se juega, ya sea con lámparas o velas (algo que atraía indudablemente los lápices de los jugadores como si fueran polillas bañándose en la cera caliente).
No es nada innovador. Las historias se cuentan mejor después del ocaso, pasada cierta hora: cuando los sectarios organizan sus fiestas, surgen los demonios en los bosques medievales y brilla más que nunca el halo verde.
El narrador suena y se ve distinto. Así lo hicieron en el XIX y lo llevaban haciendo desde los albores del tiempo, alrededor de la luz crepitante del fuego.
Por lo que no se hacía más que repetir una fórmula ancestral cuando, al llegar el frío, se reunía el grupo de noche, con tormenta y, siempre que fuera posible, rodaba dados con el calor vibrante de una estufa de leña.
Buena noche, partida y feliz entrada en otoño.