Hace poco vi Cowboy de asfalto y, pese a que el inicio me dejó con ganas de subir al caballo y cabalgar hasta donde se pierde el horizonte, conforme avanzó la película me di cuenta de que tampoco había que ir tan lejos para ver algo de western.
Dejando a un lado el conflicto paterno-filial, tema muy del género, lo que me ató a la pantalla fue la historia de esas cuadras en medio de una asfaltada Filadelfia llena de coches. Esa isla de pasto y caballos hace que, por un momento, te olvides del resto y entres en una realidad alternativa, anclada a un lugar, apuntalada por un puñado de vaqueros negros que trabajan duro de día y cuentan historias a la luz de la hoguera al llegar la noche.
Carga diálogos que dan que pensar, de esos que muestran a ambas partes empuñando la razón. Prende la pólvora con el reproche del protagonista al colega por apostar la vida jugándosela al otro lado de la ley, y devuelve la bala este último sentenciando que esas cuadras, única salida para muchos de los chavales del barrio, están ya sentenciadas y que no queda otra opción sino aceptar el riesgo con la intención, al menos en inicio, de cambiar de vida; porque, dispara plenamente convencido: “estoy construyendo mi propio tren”.
Es una historia de resistencia ante el paso del tiempo y de las conexiones más atávicas del ser humano con el medio ante el avance frío e implacable de una civilización que deja a algunos fuera.
Es un western, aunque no haya tiros, porque evoca el estilo de vida al aire libre de quien demuestra que piensa continuar ocurra lo que ocurra; tal y como hicieran otros antes, primeros dueños de la tierra. Alguien que seguirá aunque lo pierda todo, aunque la desesperación salga de sus labios con un “No sé en qué quieren que nos convirtamos si nos pasamos la vida acojonados”; porque sabe que por mucho que apreten hay una parte a la que no se puede acceder, que nunca se dará por vencida y que siempre estará dispuesta a disparar contra el “¿Y ahora que hacemos?” un: “Joder, pues lo que hemos hecho siempre. Cabalgar.”