—Guardo en la memoria el recuerdo de la primera vez que estuve por estas magníficas tierras.
Hablaba a la vez que cargaba, ocultando hábilmente el temblar de la voz por el esfuerzo.
—Hará ya media eternidad, antes de que ustedes pensaran siquiera en esta morada digna de la mismísima Diana; pero las vistas eran, por fortuna, idénticas. El cielo encapotado de un gris limpio y diáfano, el aire húmedo con olor a tierra y esos majestuosos, fuertes y primigenios pilares que tiñen el fértil suelo de marrones, naranjas y amarillos.
Cargó un par de cajas de las que no tocaban, parapetándose tras una fascinante voz y los tembleques de un cuerpo supuestamente achacoso.
—Y eso solo el valle —dijo alzándose de nuevo, como si las fuerzas volvieran a él momentáneamente—. Si viajamos más arriba, allá en las altas montañas, pugnan en hermosura los enormes abetos que anidan entre las rocas y la exhuberante cascada que entre ellas vierte el agua cristalina que os da de beber.
Subió la trampilla trasera y fue cerrando con movimientos lentos pero continuos, aminorando el coste de tiempo sin poner al público en alerta.
—En verdad conozco pocos paraísos como este. Quisiera tener un detalle para con ustedes antes de hacer caso a su amable invitación y abandonar este lugar; pero lo cierto es que acaban de abrir el mejor regalo que se me podría ocurrir.
Y dicho esto, se colocó de nuevo la chistera, tañió las riendas de su carro y abandonó el lugar, dejando tras de sí, a uno y otro lado, el reguero de individuos aquejados de un reciente mal de soga.