Jordi contreraS

Evoco contextoS

Caminos

Una bala. Solo una.

Hay quien dice que con una no es suficiente y piensan que es momento de rendirse.

Hay quien la guarda para, en caso de captura, no dejar nada al enemigo.

Pero Jay Milpes dibuja una amplia sonrisa en el rostro y hace cabecear a su montura, crines negras al viento. No evita a nadie; va directo, dispuesto a arrollar o a llevarse por delante a alguien aunque sea muerto.

Y aquellos diablos se apartan, a lo sumo escupen una bala, antes de saltar a un lado.

Las calles son un caos de fuego y pólvora, de uno y otro bando. Jay cabalga entre aquel infierno, ágil y feliz, a carcajadas. Y así llega ante el malnacido de Anderson, terrateniente con vocación de negrero, amartilla el revólver y apunta. Anderson, incrédulo, rodeado aún por los suyos, apenas puede preguntarse cómo se le ha venido encima.

Jay toca con su mano derecha el rostro del señor Anderson; pletórico grita desde lo hondo del alma y manda, con la otra, su última bala al cielo; justo antes de salir cabalgando, aún entre carcajadas.

Jay Milpes siguió su camino, pero al Sr. Anderson le salió una rojez escamosa en la cara. Le trataron médicos de todos lados. Algunos dijeron que era un tipo de afección extraña en la piel. Otros que se debía a alguna reacción alérgica misteriosa…

Pero los que estuvieron aquel día allí saben que fue la rabia concentrada, en aquel lugar donde Jay posó su mano, lo que generó un picor tal que aún hoy en día sigue obligándole a hundir sus uñas para rascarse.

Y dicho esto, se mete un chile y un trozo de carne seca en boca, echa un último trago de whisky y, tras despedirse tocando ala, se marcha por donde ha venido.

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