Jordi contreraS

Evoco contextoS

Balas: Quiet Dan

El caballo respondió brioso, enérgico como el dueño, ante la orden de parar. Relinchó dejando claro que estaba allí y con porte similar bajó el jinete.

Resonar de espuelas y palma sobre cacha de revólver al tomar tierra. Podría haber escogido otro camino. Podría haber dado la vuelta y entrar escondido. Pero ese no hubiera sido él. Iba directo y sabía lo que quería.

Abrió las puertas de golpe y las mantuvo un instante, dejando que la luz inundara el saloon hasta que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. 

Todos se giraron y solo unos pocos mantuvieron la mirada al advertir en el porte la sangre viva de la juventud y la sed de venganza.

Recorrió con la vista a los presentes hasta que encontró a su objetivo: un sombrero negro con corte profundo en el pómulo derecho.

No hubo palabrería. No hubo anuncio ni fanfarronada; faltaba tiempo y sobraban las ganas.

Así que desenfundó y amartilló mientras sonaba cargándose el revólver del otro. Los ojos exorcizaban las dudas.

Volaron las sillas, se tumbaron las mesas y corrió la estampida humana entre el trueno, el relámpago y la nube de pólvora.

Cayó el sombrero negro y regresó a su montura el jinete: feliz, brioso, resplandeciente. Sacudió riendas y cuartos y respondió el animal magnífico y salvaje. Avanzó por la calle, devorando el espacio, y observó el final donde se acaban las casas, donde todo se ensancha y espera la libertad.

Mas en el último momento, justo antes de salir del pueblo, lo abrazó un lazo. Y abrió en respuesta los brazos, obligando a escurrirse a la cuerda, apretándose al final el nudo en torno al cuello, arrancándole de su montura y dando de bruces al suelo.

Se quedó con el recuerdo del aire que exhaló al caer y el oxígeno que su garganta era incapaz de dejar pasar. Pero se mantuvo quieto, mirando fijamente a su montura… esperando.

Entonces se acercó su captor, lazo en una mano, revólver en la otra. 

Ahora o nunca, se dijo.

Y pulgar e índice actuaron al unisono; salió el plomo incandescente y se apagó en el cuerpo del hombre del lazo. 

Ahora o nunca, se dijo.

Disparó un par más al aire y subió al caballo. Una bala más mientras invocaba de nuevo a la bestia cuyos cascos devoraron el suelo y abandonaron por fin aquel lugar.

No hizo falta la última bala. No paró de cabalgar, hasta que la vista nublada le impidió ver y la montura suplicó respirar. 

Le ardía la garganta. Echó un trago largo que de nada sirvió. Un escozor terrible que no se fue, ni aquel día ni los siguientes.

Pues ese fue el día que Dan dejó seco al sombrero negro en la tierra de Gab; ese fue el día que perdió la voz.

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