Acercó el fósforo a la yesca y sopló hasta que la llama alcanzó las ramas pequeñas.
Pronto comenzó el crepitar, el fuego vivo empezó a devorar los troncos y las primeras chispas bailaron fugaces hacia la gélida noche plagada de millones de estrellas.
Se puso las ropas nuevas y echó los andrajos a la hoguera. Denso y oscuro humo se acumuló en sus ojos hasta que las lágrimas y el frío viento lograron disiparlo.
Se tumbó en el suelo y, al abrigo del calor anaranjado, se perdió en el firmamento. Desde allí, apenas notaba las heridas ni la magulladura de la argolla; el pasado le parecía absurdo y el futuro se le antojó tan amplio como el horizonte que se extendía, infinito, a uno y otro lado.