Nos gusta el algoritmo; nos recuerda lo que nos atrae, nos sugiere la ruta y nos lleva al lugar donde hay otros con el mismo interés: político, social, de ocio o ideológico. Porque en el fondo, nos gusta la uniformidad y la rutina, porque nos sentimos cómodos en lo previsible y porque, a priori, es la única forma que conocemos de ver el futuro.
Nos gusta el algoritmo porque es la descendencia de las etiquetas que nos poníamos antes, unos a otros, para vernos de una forma más sencilla y cómoda de asimilar en breve; sin invertir el tiempo de las relaciones largas que nos muestran a alguien de forma tan profunda e intuitiva que no se puede encerrar en palabras o texto. Porque reservamos ese esfuerzo para algunos, para pocos, para casi nadie; y solo ahí, en ese espacio, somos del todo nosotros de una forma tan libre de guías y normas que al interactuar, nos damos cuenta de lo increíblemente distintos que somos, siendo exactamente iguales y a la inversa.
Así que no es de extrañar que por tendencia respondamos al algoritmo. Que nos alegremos cada vez que vemos algo sugerido que nos guste o escuchemos un comentario afín a la red de la que decidimos formar parte. No es de extrañar que lo busquemos y lo alimentemos con nuestra propia vida, porque nos hace sentir parte de algo, sin la soledad del punto variable ni el vértigo fresco de estar frente a mil y un condicionantes. No es extraño que nos dé ánimo, vertebre amistades, nos acerque al calor de lo que queremos oír, nos alegre, en definitiva, el día y que, a la vez, sigamos siendo capaces de darle la espalda cuando en el erizar de nuca de una charla, en medio de la nada, o justo entre el todo, pasemos olímpicamente de esa estructura y seamos realmente nosotros mismos.