La primera sensación que tuve con esto del rol, fue de cambio de medio; de ruptura de límites.
Recuerdo hace mucho, mucho tiempo, en esta misma galaxia, antes de ver ningún manual básico ni conocer figuras lúdicas más allá del hexaedro, estar jugando al HeroQuest y recibir la mítica pregunta con cierto tono gamberro:
¿Qué haces?
En ese momento uno se queda mirando con cara de sectario sin primigenio y apenas acierta a preguntar un “pues tirar el dado y moverme hacía la puerta”.
Y entonces regresa la pregunta:
No, no… ¿que, qué quieres hacer?
Y uno que ya tenía la neurona acostumbrada a conectar cuando la cosa parecía interesante, responde:
¿Pero… lo que yo quiera?
Se asiente en respuesta y la primera acción se dirige hacia aquello que nos ata:
Pues echo abajo la pared.
Se dibuja una sonrisa al entenderlo y, ¡ala!, a tomar viento las casillas con los movimientos contados y la estrechez de las 2 o 3 acciones prediseñadas. No es que el juego fuera malo, que, la verdad, daba muy buenos ratos, es que ahora el personaje estaba vivo, podía hablar con tal o cual, interactuar y, si le nacía, largarse de aquella mazmorra para ver si existía otro mundo allá arriba.
Uno no podía por menos que acordarse de Tron.
Después ya llegaron los manuales, los sistemas elaborados y las partidas más pro, pero esa primera sensación se mantuvo hasta la fecha.
Porque donde antes jugabas, ahora interpretas, decides, buscas soluciones y te mueves por un mundo que solo está limitado por la ambientación y la capacidad creativa de los participantes. No hay límite de tablero, scroll, 2d, tamaño de páginas ni extremo de pantalla.
Y es que, al final, por mucha historia dirigida, megatrama bien currada y neveras y rayos que caigan por el camino… toda partida de rol es en esencia un sandbox.
Libre y feliz partida.