Se detuvo en pie, frente al mar de hierba que el viento ondeaba.
Horizonte recto que voces de otro tiempo cantaron.
Lanzó el bombín a lo lejos, se quitó la chaqueta y dejó caer el maletín, abriéndose por la mitad, como tronco desgajado.
Dentro, papeles el viento robó, mientras en su interior, un viejo cuchillo descansaba.
Asió fuerte su mano, empuñó el arma con vigor, acuchillando perneras de elegante tela, a las bravas.
Y así, liberado de la civilización, comenzó de nuevo a andar hacia el frondoso mar de hierba, hacia las ascuas de horizonte vivo que aun le esperaban, pese a que en él ya no quedaba nada.
Caminó pues y, mientras andaba, su rostro armó: sonrisa leve y afilada. El viento aulló cánticos antiguos: las arrugas ya no contaban, tenía el espíritu henchido, pues no existe mejor medicina, que el tónico salvaje en el que se sumergía.
Ese día olvidó las voces de otros y recordó cómo se llamaba. Aunque ya no había bisontes ni quedaba ya nada:
Si tenía que perderse, sería allí.
Si tenía que partir, de allí marcharía.
Cuando, por fin, el final del camino llegara.