Llegamos al final del territorio conocido.
Pese a encontrarnos en el mismo paisaje, podíamos distinguir claramente la frontera. Todo cuanto había más allá de aquellos árboles y piedras, se notaba extraño, oscuro, frondoso… hasta el aire parecía distinto: denso y pesado.
Estando allí en pie, entre ruidos ahogados en verde y el viento zarandeando las ramas, nos asaltaban imágenes del peligro acechando tras la densa vegetación, tras cada roca o promontorio.
Si algo teníamos claro, es que allí podía esperarnos cualquier cosa, y que ninguno de los presentes formaba parte de ello.
En esa dimensión externa, todo era exactamente igual y, a la vez, completamente diferente.
Con esa certeza traspasamos la línea y dimos los primeros pasos.