Hace poco estuve en un bosque del sur de la Occitania: frondoso, húmedo, con el gris oscuro de las rocas y el verde latiente del musgo vivo.
Cruzaba un río y, tras discurrir entre las piedras, entraba en la montaña cubierta de niebla.
Una vez allí, entre helechos y ortigas, acompañado por el rumor de un riachuelo y el ocasional graznido de los cuervos, desaparecía el cielo y se entretejía un techo exuberante de manzanos, robles y arces, con el repiqueteo de las gotas de agua que de vez en cuando soltaban aquellos gigantes cubiertos de verde.
Y aunque uno echaba de menos el aroma leñoso y silvestre del bosque mediterráneo, me maravillaba ver cómo la vegetación surgía de continuo; sin apenas dejar hueco a la tierra, cubriendo hasta las piedras, conectando todo por arriba, del mismo modo que lo está por debajo.
Solo quedó libre el breve espacio de barro y roca plana por el que discurría el hilo de agua que era a la vez guía y camino.