La primera bala le besó el cuello: rápida, limpia… al rojo vivo.
Se llevó la mano derecha instintivamente a la herida, mientras con la izquierda amartillaba y despertaba el encabritar del arma.
Recuerda su entrada. Amable, gentil. Estrechar de manos firme. Charla interesante. Sonrisa apacible. Voz cálida.
La segunda bala atravesó el faldón de su chaqueta con un tirón fuerte de tejido rasgado.
Chaqueta magnífica. Entrada cara. Brillo de botones bajo lámparas de araña. Copas de fino cristal.
La tercera bala mordió su hombro derecho. Giró la siniestra el tambor y aulló de nuevo la muerte.
En pie sobre la mesa. Vomita el alma: “¡¡¿Queréis justicia divina, cabrones?!!” Pero el instante pasa; visualiza la mecha callada, los rostros de la gente y comprende que es momento de desenfundar.
La cuarta bala entró en su mente, rasgando recuerdos, dejando parpadeos intermitentes de una vida que se escapa.
Acallaron los truenos, escamparon las nubes y con un “Lleváoslo de aquí.” regresó la calma. Sheriff, alcalde y ayudante se marcharon hacia la zona de la cúpula, mientras alzaban al moribundo entre cuatro.
Sol. Cálido. Reconfortante. Descanso.
Fue entonces, al apagarse su vida, cuando volvió a prender la mecha. Tronaron seis cartuchos y la cúpula cayó sobre los cargos de la ciudad.
Cuando el telón de polvo se dispersó, vieron caer los billetes supuestamente robados y las escrituras arrebatadas de un rancho que, iluminadas por la luz exterior, caían meciéndose lentamente, hasta posarse sobre escombros, polvo y sangre.