—¿Qué pasa?
—Es Slade; va a por el joven Quentin.
—¿A por Quentin?
—Sí, por lo de Jackson.
—¡Pero si él no tuvo nada que ver!
—Eso da igual. Jackson quiere alguien que pague los platos rotos.
—No tiene nada que hacer…
—Está muerto ya. Antes siquiera de que pueda plantearse desenfundar, estará boqueando en el suelo.
—Lástima, era buen chico. Recuerdo la primera vez que vino a mi tienda, todo orgulloso con un par de monedas en la mano. Un chico sencillo, de buenas costumbres, buen hijo y, sin duda, hubiera sido buen yerno…
El pistolero anda firme y pausado, rígido traje negro, seco y afilado como la hoja oscura y cortante de una vieja navaja.
Camina sobre el pueblo, como si cuanto hay alrededor no fuera con él; y en realidad así es, pues nadie se interpone. Todos los presentes se limitan a lamentar la pérdida del joven Quentin. Nada hacen cuando llama a su puerta ni cuando habla con él, situando el anzuelo. y se limitan a mirar cuando el joven Quentin lo muerde desafiante, consciente de su suerte, y encaja estúpida y valientemente la bala, habiendo logrado rozar la culata de su arma.
Fue entonces cuando entre todo el gentío alguien tuvo la decencia de apartar la mirada del triste cadáver, antes de que el resto se descubriera y dejara pasar al frío portador de la muerte.