Cuando llegó, algo en los redaños se le partió en tres. Apenas tenía ánimo suficiente para sostener el exiguo papel de la concesión de terreno.
En un horizonte cortado a nivel, la luz rojiza del atardecer aplastaba el amarillo pálido del suelo. Garras huesudas, ecos de un marrón verdoso, atravesaban el polvo de un paisaje muerto.
Más allá, nada. Tan solo dos columnas difuminadas en brumas de calor extremo; como si un gigante hubiera mascado un buen puñado de aquel polvo y lo hubiera escupido contra el suelo.
Esa fue su llegada.
Después…
Después aprendió a ver pardos, verdes, glaucos y amarillos.
Después descubrió la vida en el polvo y aprendió lo que escondían aquellas garras bajo el suelo.
Después observó la ofrenda de colores en agradecimiento a las escasas lluvias, aprendió a aprovechar el agua y a cuidar todo aquello que en aquel extraño lugar podría resultar de alimento.
Después vio cómo, al reconocer los secretos, dejó de ser el otro y pasó a formar parte del medio duro e inhóspito.
Y allí, donde a cualquier otro se le hubieran roto los redaños en tres, supo encontrar su hogar.