Sol por todos lados; solo la sombra de su sombrero.
Nada a un lado; nada al otro.
Irradia un calor implacable.
Hierve la arena; crujen las piedras.
Vagan lagartos soñando en sombras, algo de paz.
Continúa, cadencia pausada, agotado, hasta llegar a la decepción de un pueblo: cuatro paredes que se mantienen milagrosamente sobre el suelo, sin que se sepa cuándo a él volverán.
Se acerca y escucha, atónito, las notas insólitas de una pianola, junto a una cálida y melodiosa voz femenina. Entonces, oye en su reseco gaznate el entrechocar de vidrio con la saciante escala en agudo de una botella vertiendo. El resto de su cuerpo no tarda en reaccionar y emprende la marcha, hendiendo sus zapatos raídos en la arena candente.
Conforme se acerca, se escuchan risas y voces amigables. Una puerta medio abierta muestra a escondidas: movimiento, jolgorio y alegría. Y, más allá, entre la sombra reparadora, se adivina el brillo perturbador y despiadado de una cerveza bien fría.
Entonces, algo en su ánimo lo clava al suelo. Para un segundo y observa: no hay monturas ni huellas ni rastro de viajeros.
La voz melodiosa se escucha más cerca y esconde un ritmo distinto: atrayente, sensual, cautivador… Y juguetea, sinuosa y hechicera, con la vaporosa idea de beber frío, tomar sombra y descansar.
Mas él, se centra en la molestia fina e hiriente de sus labios entrecortados y recuerda lo difícil que es sacar el alma cuando se le ofrece otra vida: lo fantástico y excepcional: olvidando que todo tiene su coste. Así que aferra fuerte el puñado de monedas que tintinean en su bolsillo y sigue su camino, tambaleándose, dejando caer un pie tras otro.
Al abrigo exiguo pero continuo, de la simple sombra de su sombrero.